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    Articulos Varios El Chico que Imitaba a Roberto Carlos  
       

Martín Casariego Córdoba


No me ames por lo que fui, ni por lo que soy,
ni tampoco por lo que seré,
ámame únicamente por lo que no fui,
por lo que no soy, por lo que no seré nunca.

Pe Cas Cor


Capitulo 1.

¿Os gusta escuchar historias?¿Os gusta estar tumbados y que alguien cuente algo y que las palabras fluyan y vosotros no tengáis que hacer más esfuerzo que mantener los oídos abiertos? A mí sí, porque te olvidas de tus problemas y encima puedes sacar algo en limpio, alguna enseñanza que te sea útil, escarmentar en cabeza ajena, que es la mejor manera de escarmentar, como quien dice. Por eso, cuando mi padre me mandaba a por tabaco a Los Moscas, el bar de abajo, nunca me importaba, y a veces tardaba un rato en subir, porque me encontraba al Alicates, en la barra, contando alguna historia del barrio, como la del abuelo de la Dientes, el día en que nos robaron el partido y el Fénix se quedó sin ascender a Tercera, de eso haría ya veinte años, y al abuelo de la Dientes casi le matan, porque le confundieron con el árbitro, y tuvo que salvarle una pareja de la Guardia Civil, que entonces aún llevaba tricornio.

El tabaco siempre me lo daba la Chari, que era pequeñaja y chupada como un hueso echado al caldo, y siempre me miraba con desconfianza, como diciendo: tan jovencito y ya con vicios, aunque sabía perfectamente que el tabaco era para mi padre, y además, con dos años menos yo ya los había que fumaban. El Alicates decía que la Chari era fea pero honrada, y que ambas cosas muy a su pesar. Y si el Alicates estaba contando, por ejemplo, la historia del abuelo de la Dientes, u otra cualquiera, me quedaba un rato escuchando, y cuando volvía, mi padre me regañaba por tardar tanto, aunque normalmente me daba las vueltas de propina.

Pero la historia que os voy a contar no es la del abuelo de la Dientes, ni la del Alicates, ni siquiera la de mi padre, sino la de un negro que no era negro y la de un cabeza rapada que no era un cabeza rapada, y tambien la de dos amigos que hacían pintadas, y, sobre todo, la de un chico que era el hermano mayor de uno de ellos y que en los bautizos y en las bodas, cuando se lo pédian los mayores, los de cierta edad, cantaba canciones de Roberto Carlos. Tampoco es la historia de un loro verde, porque al final ni yo ni nadie nos lo compramos, por mucho que Sandra, la hermana de Alber, me lo dijera cada dos por tres. Qué pena, ¿verdad?. no tener un loro verde o rojo o del color que le diera la gana, un loro que no parara de hablar, porque entonces, si el tiempo es eterno, ese loro, como el mono que escribe a máquina, en algún momento contaría esta historia, o una mucho mejor, y yo podría escucharla, tumbado en la cama, amodorrado, dejándome invadir sin esfuerzo, con los ojos semicerrados y los oídos abiertos...

Capitulo 2.

¿Sabéis cuántos años tenía yo entonces? Yo sí, y vosotros lo sabréis ahora mismo, porque os lo voy a decir: tenía catorce, un acierto de quiniela, dos semanas de años, uno menos que Alber, mi mejor amigo. Alber era tan español como yo, aunque su madre era negra, asi que él era mulato. Todo el mundo en el barrio le trataba bien, porque había crecido allí, era uno entre ellos, sólo que mucho más moreno, y qué más daba. Alber llevaba un pendiente en la oreja izquierda, el pelo de la nuca rapado y el resto largo, y decía que todos éramos iguales y que había que ser de izquierdas, porque sólo los de izquierdas se preocuparían por nuestro barrio. Le conocí en la radio, en la emisora pirata que montaba los domingos por la mañana, en la trastienda de la huevería de sus viejos. O mejor dicho, le conocía de antes, del instituto, pero en la trastienda fue donde nos hicimos amigos, por lo de la radio pirata. Alber ponía musica, nada de bakalao, música que se podía cantar y escuchar, y entremedias lanzaba parrafadas para protestar contra la injusticia social, las guerras y las doragas, y se metía con los políticos, que según él mentían más que hablaban, y opinaba sobre Bosnia y alertaba sobre el desastre ecológico. Hizo algunos programas muy buenos, sin publicidad ni nada, y siempre empezaba igual: "El doctor Alber de nuevo con vosotros, si estás en mi onda y tienes algo divertido que contar o algo que denunciar, ya sabes..." Lo de doctor era un invento, claro, no teníamos ningún título de nada, bueno, sí, de E.G.B., y por no tener, Alber no tenía ni carné de identidad, porque decía que la documentación entorpecía las libertades individuales.

La radio se oía en nuestro barrioy no mucho más allá, pero aun así, un día vinieron unos municipales y confiscaron sine die el aparato, porque era ilegal emitir sin permiso. Alber y yo preguntamos que qué era eso de sine die, y resulta que nadie lo sabía. Puesto que de la radio nunca más se supo, dedujimos que significaba para siempre. Como Alber era menor, y yo también, no nos pasó nada, pero nos quedamos sin domingos por las mañana. Cuando nos cerraron el garito, empezamos a ir al palomar abandonado, al torreón. Alli fumábamos algún cigarrillo de vez en cuando, y allí decidimos empezar con lo de las pintadas callejeras, con lo de bombardear la ciudad, como decía Alber.
-¿Tú sabes por qué bombardeamos la ciudad? -me preguntó un día.
-No sé -vacilé unos instantes, desconcertado precisamente porque la respuesta me parecía tan evidente que la pregunta me sobraba-.Para divertirnos,¿no?
-No. Para seguir protestando, ahora que ya no tenemos radio.
Alber estaba una pasada de concienciado, pero claro, es que todavía no se había enamorado, ni siquiera platonicamente.

Capitulo 3.

Os quiero hablar de Risa. Risa tenía dieciocho años, y era... (ahora coged aire)... la chica de la que estaba enamorado el chico que imitaba a Roberto Carlos, mi hermano. Risa se llamaba Sira en realidad, pero mi hermano había barajado las letras y la llamaba Risa, porque decía que era fiesta y alegría, no sé muy bien por qué decía eso, pues a menudo se ponía muy triste por ella. Nunca supe qué había habido exactamente entre ellos un año antes de todo esto, aunque fueron novios o algo así, seguro. Como nunca había tenido una novia, ni falta que me hacía, no entendia muy bien esos líos. Yo prefería estar con los colegas. Una vez leí sin permiso una nota escrita por él que decía: "La mujer que yo quiero tiene una luna en su sonrisa y un lunar en su sonrisa y un lunar en su espalda". Risa era de familia numerosa. Un hermano suyo había sido heroinómano, y se había contagiado de sida con una jeringuilla. Pero no murió de eso. Se mató en un accidente de coche, antes de empezar a desarrollar la enfermedad. Se llamaba Santos, y había sido muy amigo de mi hermano. Cuando empezó a engancharse, empezaron a separarse. El coche del accidente era robado. En el barrio se dijo que iba con mi hermano, que le había ayudado a robar el buga haciendo un puente. Mi hermano nunca me había contado nada de eso, y yo no lo creía. Lo que sí era cierto era que entendía de coches y de mecánica. Yo pensaba que el que Risa tuviera un hermano mayor que se había muerto le confería cierta superioridad sobre los demás, como si esa desgracia la hubiera hecho más sabia y más hermosa. Ahora sé que eso te vuelve, sobre todo, un poquito más triste.

En esa época en la que el chico que imitaba a Roberto Carlos y Risa eran novios o algo así, mi hermano me mandó a su casa con una carta para ella. Entregué en mano el sobre, tal y como mi hermano me había hecho prometer, y le pregunté si ella tenía un lunar en la espalda. Risa se rió de la pregunta, y dijo:
-Casi todas las chicas tenemos uno.
Desde la ventana de su dormitorio compartido, Risa veía la ciudad como si fuera un gran pueblo, con un bonito templo romano y, al fondo, un castillo. En ocasiones, imaginaba que de ese castillo bajaría su Principe Azul.

Risa Tardó demasiado tiempo en comprender que ese Príncipe Azul vivía mucho más cerca, unas cuantas manzanas más allá de la suya.


El Chico que Imitaba a Roberto Carlos (3 Primeros Capítulos)
Autor
Martín Casariego Córdoba
Colección
Espacio Abierto
Editorial
Anaya
Comentario
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