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TINTA DESNUDA | |||
Juancar Landa |
- ¿Qué significa ese tatuaje?
Estabamos hablando Silke y yo. De Silke todavía no puedo contar demasiado, salvo su generoso apetito sexual, pero eso solamente limita mi limitado margen de lectores, así que pasaré del porno. De cualquier manera, Silke no parece una serpiente. Por lo menos de las que yo he conocido. Y disecado. Nos enmarcaba una glorieta de islas, de arena y de trabajos manuales indígenas, pero había pasado el tiempo. Llevaba tres días aburrido, o sea, más aburrido que los 20 años anteriores, tan aburrido como un pincel en las manos de un mal pintor abstracto, para que cante Joaquín. Y aunque no paraba más de las 10 horas de rigor en casa, no había encontrado un divertimento agridulce que llevarme al curriculum. Me ganaba la vida como cualquier carpintero, o como cualquier tabla de carpintero. Era un cuerpo/madera de estudio, objeto de investigación científica, vaya, que le daban juego a mi serrín. No es que mi cuerpo sea un cielo de piel y diseño, pero cuando aquella tarde mi amigo Esteban me llevó al casting de la universidad de medicina, me eligieron y punto (y eso que había verdaderos modelos de marquetería). Yo sabía algo de donaciones de sangre, semen y tal, pero nunca había ejercido de conejillo de indias, como muchos de vosotros/as. Sigo dándole vueltas a la serpiente, ya sé que me retraso, perdones de miel, pero la (que hermosa ruralidad) Silke que ya ha aparecido y que todavía no conozco a efectos del rigor temporal, me obliga a investigar, contagios profesionales. Tiro un poco de enciclopedia, mira que los reptiles son curiosos, más en el hombro de una chica de 20 años, pegado a la vacuna de la varicela. Y es que las serpientes son un mundo, cada una lleva su veneno como mejor puede, yo creo que la de Silke es un poco travesti, vaya, que tiene el pellejo de la parda, pero el perfil de la coral, y patas de la cascabel, y los labios, ¡joder!, Los labios parecen los de la propia Silke...., ¡Que sí coño, que sí! Esta tarde, que es la que más a mano tengo, me han tenido seis horas en pelotas. Buscaban alguna erupción en mi piel después de haberme tomado unas nuevas pastillas contra la gripe. Llevo una semana sin echarme una caña al cuerpo, que tampoco me viene mal, y recibiendo unas dosis de investigación asquerosamente ácidas. Si quieren entrar en el mercado, en la moda de la medicina, tendrán que ponerle al invento un poco de azúcar, o de limón, o de sacarina. Que yo ya me voy enterando de lo que las patologías benignas no saben decir por sí solas, y las particularidades de mucho pastillamen que la tercera edad lleva en el bolsillo de la bata, que es que allí en la sala de investigaciones no puedes hacer otra cosa. Aburrirte con algunos libros y las mismas películas. Es curioso, ser rehén, y que te paguen. No creo que Silke sepa nunca nada de todo esto. Me daría mucha vergüenza. Me lo había pensado antes y lo pienso ahora qué humillación, yo que le daba por un secretario de organización de los estamentos intergubernamentales de mi barrio. El mejor, bueno... el segundo mejor. Y es que entre tanta batalla (disecciono el chiste, bata de enfermería, talla de microbios y abstemias), voy a dejar la ciudad por algún tiempo. Ya estoy de zapping por las agencias de viajes, y me huele que acabaré en las Islas Mauricio, donde cada minuto crece un ángel. Pues no. Parece que mi olfato ha pillado contagio de penicilina y depura cualquier germen celestial... Pues resulta que había dos plazas, y el fulano que iba a compartir la oferta me llama de madrugada para comprarme el billete, porque le ha salido un guiño aventurero, que su secretaria, que… Y todo humanos, me da el doble del paquete de viaje, y yo, tan así, le cedo el viernes de vigilia, que a mi los ángeles me caen un poco altos, le digo… A Silke, de esto, ni mú, que yo todavía no sabía nada de ella, ¿por qué iba a saber ella de mí? Pero ya me estoy mosqueando con la memoria, supongo que ella nunca sabrá nada de esto, voy a revelar algunos de sus pequeños secretos, que nada tiene que ver con el trivial de los gallumbos, ni el risk de la lencería fina. Ella había nacido en el cocktail de un espermatozoide alemán y un óvulo español, y acabó vendiendo pendientes en el rastro, donde se hacen cockteles de cazalla. - ¡ Que no, coño, que yo quiero una serpiente! |
Silke se comía un bocata de chopped mientras le gritaba al artista de los tatuajes, que creo se llamaba Andrés y había dejado a su mujer con gemelos en Almendralejo hacia un par de semanas. Los dos pateaban el rastro, el oso y el madroño undergrounds, que en agosto era un rastro sudoroso, y a Silke se le humedecían los hombros debajo de la tinta. Me dijo que se lo había pensado la noche anterior, en un bar cercano, entre un pack de cervezas mahou y los guitarrazos de su compadre Nacho, tan inspirado en las canciones de billybrag. Se tenía que poner una serpiente, yo quiero otra serpiente conmigo, tío... y así de decidida bajó por la mañana, vendió diez pares de jeans rajados y dos bodys fotocopiados con ídolos del rock, y le pagó el tatuaje a Andrés. Era, es, será, una de esas chicas crecidas a sí misma, que tienen un dni feo por las noches y poderoso a horas de oficina. Aunque no ejerciera de oficinista, las cosas le iban tirando en su negocio, ahorraba unos billetes para viajar al Moro, y tenía a punto sus diapositivas para inmortalizar a los cocodrilos del otro lado del mundo. Silke caía muy bien entre la gente, porque sus palabras eran muy precisas y no mentía. Stop biográfico. Y me había dormido en uno de los túneles de la felicidad, roncando con el sueño alterno de una secretaria beneficiada en las vigilias de las Islas Mauricio. Cuando despierto, estoy de viaje, al final me ha convencido el boxeador de la agencia de viajes, dice que no me voy a arrepentir, que cuando vuelva se lo agradeceré, que en el mar rojo está el autentico exotismo, las civilización que nos falta, que... Que estoy rumbo al mar rojo, ¡eso! Al fin y al cabo iba a estar a unos kilómetros de la secretaria y el fulano, Océano Índico arriba, en el Yemen del petróleo y de las olas azules del Mar Rojo. Y me iba a olvidar, como me estoy olvidando en el aterrizaje, del aburrimiento de los 20 años, o iba a recordar este presente que fue llegando a lo largo de dos semanas, entre el descubrimiento bélico de Silke y la conquista enamorada de la Isla Gran Hanish, así de ilógico y de enredado. Bajo por la escalera del avión entre trajes Armanis de árabes que veré de noche en las terrazas del casino, sonrientes bajo su barba cuadriculada. Pocos desconocen el inglés internacional, llevamos unos diálogos de locos, pero la cosa empieza bien. Un camarero con dos pendientes me enseña un cuchillo de guerra, de cuando los eritreos entraron en la Isla Gran Hanish hace unos meses. Yo devoro un combinado de frutas y licores de la tierra, todavía no me hago entre los árabes y los africanos, los asiáticos o los mestizos, que todos poseen una rama de personalidad contagiosa. Por lo menos el agua del mar rojo no mancha, y esto lo digo por Esteban, que está convencido de lo contrario. Algunas mañanas, antes de acercarme a la playa, la chica de la limpieza me dice en francés que el rial ha subido, que no cambie dólares, que ella me haría un buen apaño. Digo algunas mañanas porque ocurre una sí y una no (tanto académico y todavía no han encontrado una formula a éste sinsentido, una si y una no... o es que lo desconozco?). O sea que me voy a la playa con un billeteo pirata y pago los refrescos con clandestinidad. Sigo sin mancharme con las olas, querido Esteban, no me han echado los tejos más que un par de señoras con pinta de british, que le dan al bourbon desde primera hora. Y como comprenderás, tampoco es cuestión. - Ghstat maj toertit? |
Creo que pedían la colchoneta de playa, que ya eran las cinco y tenían que recoger el tenderete, porque subía la marea. Me retiro a la ducha de la habitación, hoy cenaré algo parecido a unos callos a la madrileña, pero con un poco de verdura. He decidido apuntarme a un crucero de dos días por el mar rojo, tocando el Golfo de Aden y llegando hasta la Socotora, un islote que ofrece incienso y mirra, ya me voy convirtiendo. En el viaje coqueteo con una camarera que me presenta a su familia, escondida en los camarotes elegantes. Pero también hablo con Serge, un francés que lleva muchos años en Yemen enseñando gabacho, y él me cuenta historias de las islas que dejamos taras, o que tocamos para los aperitivos, y me dice que el Gran Hanish es todo un conflicto. Que pasó de los otomanos a los ingleses e italianos, que luego vino la gran guerra, y los etíopes se lanzaron desde allí, que pasan los cargamentos de petróleo, que hace poco la han invadido los eritreos para montar un complejo turístico a medias con el tejano B.K.Anderson, y que ya se comienzan a sentir los instintos patrióticos. Le dejo con la palabra y el vaso de cerveza en la boca, porque han abierto la ruleta y he quedado con un árabe que sabe mucho de números, que esto del rojo y negro engancha. Me miro en la fotografías, bronceado clásico del mar rojo, ¡mira!, Aquel de allí cogía langostas y me las hacia a la plancha, ¡que lujo!, Mira Esteban, esa es una de las chicas de las recepciones, eso que te he contado que había por las noches, hasta la madrugada, bailando los éxitos de Yemen. Y de ahí viene la historia de Silke, que seguramente no existió, pero ha servido para tenerte alerta en la narración durante un tiempo, y para contarte como huele el otoño, metido en un laboratorio de investigación, en el rastro madrileño o en el Mar Rojo. - ¡Muérdeme, silke! |
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