Ángel,
el protagonista de esta bellísima, hipnótica película,
es un hombre azotado por una imaginación desbordante, ilimitada,
que ha conseguido hallar cierto equilibrio al miedo endémico
que le -nos- produce la muerte, desdoblando de forma esquizofrénica
su personalidad: una parte de él, un alter ego que él
imagina ya muerto, lo observa desde el cosmos y ofrece a su otra
parte, la vital y terrena, otra perspectiva del mundo, elevada y
etérea, que le obliga a relativizarlo todo. Este supuesto
equilibrio ocasiona en Ángel un incesante sonido de angustia
que no le deja vivir en paz... Una agonía espiritual que,
para cualquier romántico que se precie, hará que Tierra
resuene, en determinados recovecos de su ánimo, como un emocionante
poema de ecos insólitamente familiares...
Ángel llega a una comarca
para acabar con una plaga de cochinilla -nuevo animal-metáfora
medemnniano- que produce en el vino un extraño sabor a tierra.
Y allí ve cómo su dicotomía interna, su atormentado
paseo mental por el amor y la muerte, toma forma en el cuerpo de
dos mujeres: Ángela y
Mari; la primera (una espléndida,
como siempre, Emma Suárez),
significa la estabilidad, el sosiego, la cordura... el equilibrio
metafisico que tanto ansía la cara angélica de Ángel;
la segunda (deslumbrante debut de Silke)
es sinónimo de huída, aventura, locura, placer físico...
esto es, la mujer idónea para el Angel
terrenal. Traumática elección de la que dependerá
la resolución de su desdoblamiento, y que Medem
emplea para manifestar una postura absolutamente nietzscheana ante
la vida...
Porque, además de la lúcida reflexión
que, a través del minúsculo gran enigma de la cochinilla,
nos propone Tierra sobre el
lugar que ocupa el hombre en el universo (expresado con una fuerza
plástica y sugerencia simbólica dignas del mejor Tarkovski),
lo que insufla su sangre al corazón de la película
es un arrebatado canto a la vida y una ardiente historia de pasión
amorosa, que Medem transmite de forma
contagiosa y directa, envuelta siempre en una tela de humor muy
suave, tranquilo pero incesante, que transforma la realidad dura
y cruda en una especie de juego próximo a lo surreal, regido
por el absurdo.
Medem
logra con su tercera película una obra rotunda y depurada,
carente de las -por otro lado, estimulantíslmas- aristas
de Vacas y La
Ardilla Roja; en esta ocasión, el tono fluye en
un único sentido, el de la visionaria, a veces delirante,
mirada de su protagonista; dueño, al fin y al cabo, de la
misteriosa tierra que nos muestra la película, y que podría
entenderse como un universo mental, poblado por seres tamizados
por su obsesiva imaginación. Una imaginación que Ángel
comparte con su demiurgo y que éste, afortunadamente, comparte
con nosotros a través de la poderosa fascinación de
su cine.